En la anterior entrada del blog hablabamos sobre el poder, así tal cual. Hoy vamos a mirarlo desde otros ojos. Los ojos de la Doctrina Social de la Iglesia. Veamos unas breves reflexiones desde la Doctrina Social de la Iglesia sobre la autoridad, sus límites y su sentido moral
¿Y si el poder no fuera para mandar, sino para servir? ¿Y si el Estado no estuviera para controlarnos, sino para apoyarnos solo cuando lo necesitamos?
Estas preguntas, tan contraculturales en un mundo acostumbrado al mando, al decreto y al paternalismo estatal, encuentran su eco en un lugar poco esperado para algunos: la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). No, no es un programa político. Tampoco es una ideología. Es, más bien, un espejo ético desde donde mirar el poder con otros ojos: no como fin en sí mismo, sino como medio, no como trono, sino como herramienta.
🧭 Autoridad: no caída del cielo, pero sí con horizonte trascendente
La DSI no niega la necesidad del poder. Al contrario, lo afirma con claridad: toda comunidad necesita autoridad para existir, como el cuerpo necesita cabeza. Pero esa autoridad no se autojustifica. No es el resultado de la fuerza ni del voto solamente, sino expresión de una vocación moral que hunde sus raíces en el orden natural y, sí, también en lo divino.
Y aquí comienza la incomodidad para quienes reducen la política a puro cálculo técnico o ideológico: el poder viene de Dios, pero no como privilegio, sino como carga de servicio. A diferencia del absolutismo monárquico de “el poder me lo dio Dios”, aquí lo divino es el origen del principio de autoridad, no de la persona concreta que gobierna. Cristo no eligió ministros del interior, eligió servidores con toalla y jofaina.
⚖️ El bien común como brújula, la persona como norte
La autoridad no se justifica por sí misma. No vale porque sí. Solo tiene sentido si apunta a un fin claro: el bien común. ¿Qué es esto? No es un eslogan de campaña ni una excusa para subir impuestos, sino las condiciones que permiten que cada persona, cada familia, cada comunidad, puedan florecer con dignidad.
Y aquí la DSI pone el dedo en la llaga: el poder que olvida a la persona se pervierte. El Estado no existe para coleccionar estadísticas de crecimiento económico ni para gestionar masas, sino para garantizar que cada uno pueda desarrollarse en libertad, con justicia y sin miedo.
🚦Límites al poder: cuando la obediencia deja de ser virtud
La DSI no se anda con rodeos: si una ley es injusta, no obliga en conciencia. Aquí no hay culto al orden por el orden, ni sumisión ciega al decreto. Si el poder olvida su límite moral, pierde legitimidad, aunque tenga mayoría parlamentaria o respaldo mediático. La ley moral —no la del partido de turno— es el suelo que no puede pisotearse sin consecuencias.
Y, por si fuera poco claro, la DSI añade un recordatorio incómodo: el ciudadano tiene no solo el derecho, sino el deber de resistir la tiranía, siempre que esa resistencia respete los límites de la ley natural y evangélica. La obediencia ciega, lejos de ser virtud cristiana, puede ser complicidad.
🪙 Subsidiariedad: el antídoto contra el Estado omnipresente
En tiempos donde se espera del Estado que resuelva desde el precio del pan hasta los traumas emocionales colectivos, la DSI lanza un principio disruptivo: la subsidiariedad. Es decir, que el poder superior no debe hacer lo que los cuerpos inferiores (personas, familias, asociaciones) pueden hacer por sí mismos.
¿Traducción simple? El entrenador (Estado) no puede saltar al campo a meter goles por los jugadores (ciudadanos). Ni puede quitarles el balón “por su bien”. Solo debe intervenir si es necesario, y siempre para apoyar, nunca para sustituir.
Este principio es el que impide caer en el colectivismo, en la infantilización ciudadana o en ese Estado omnipotente que promete protección total… a cambio de obediencia total.
🧩 División de poderes y democracia: no por moda, sino por prudencia moral
Finalmente, la DSI no es ingenua: sabe que el poder, si no se limita, tiende a hincharse como globo sin nudo. Por eso defiende con firmeza la división de poderes, el Estado de Derecho y la democracia participativa.
No por razones de marketing, sino por sabiduría ética: cuando el poder se reparte, se vuelve más humano; cuando se concentra, se vuelve peligroso.
🌱 Conclusión: La autoridad no es para dominar, sino para posibilitar
En un mundo donde el poder se disfraza de salvador o se impone como tirano benévolo, la DSI recuerda algo profundamente contracultural: la autoridad es legítima solo cuando sirve, solo cuando respeta, solo cuando promueve el bien común sin sustituir a las personas.
No necesitamos más líderes carismáticos que prometen todo. Necesitamos autoridades humildes que sepan cuándo intervenir… y cuándo hacerse a un lado. Y ciudadanos conscientes que no deleguen su responsabilidad moral a cambio de comodidad política.
Porque el poder es necesario, sí. Pero su dignidad no está en mandar, sino en servir. Y eso, en estos tiempos, ya es casi revolucionario.

